domingo, 29 de noviembre de 2009

La soledad de Herminia

©Eugeni Gay Marín
©Eugeni Gay Marín
©Eugeni Gay Marín

Bolivia, julio de 2009.

Aquellos días estaba recorriendo la región de Samaipata, un pueblo cercano a Santa Cruz, al este del país. Es un pueblo conocido por las ruinas de El Fuerte y por ser una de las puertas de entrada del P.N. de Amboro, zona de transición de las tierras bajas selváticas y la cordillera andina.

Al día de llegar, paseando por el pueblo, entré a una peluquería, dónde cortaban el pelo a un niño que parecía no estar muy contento con lo que le estaban haciendo. Pregunté si podía tomar algunas instantáneas. Charlando con la peluquera me comentó que a la mañana siguiente irían a leer la biblia por los pueblos cercanos, en las casas de la gente. Me apunté.

Cogimos un bus hacia Bermejo, un pueblito cercano. Ellas se arreglaron, iban con sus vestidos de domingo y sus sombreros, eran testigos de Jehová. No tardaron demasiado en llenarme de folletos y explicaciones sobre su particular visión de la religión.

Nos dirigíamos a casa de Herminia, una mujer mayor que vivía sola, después de la muerte de su marido. Herminia no sabia leer ni escribir, pero ponía tanta atención a sus lecturas que en cinco años ya se había convertido en un miembro más de los testigos de Jehová. Internamente me pregunté, si en cinco años no hubiera sido mejor enseñarle a leer y escribir, en vez de la biblia, pero no me atreví a decirlo para no tensar el ambiente. Bajamos del bus, y después de cruzar un puente colgante sobre uno de los muchos ríos de la región, llegamos a nuestro destino.

Herminia vivía en una casa austera, con sus gallinas y cuatro plantas en un pequeño huerto, ese día había recibido una de las pocas visitas de uno de sus hijos. Allí estaban esperando la llegada de las dos mujeres. No les sorprendió mi presencia. Empezaron las lecturas, aquella vez sobre la limpieza, tanto física como espiritual.

Empecé a tomar imágenes, al poco me di cuenta que Herminia no le prestaba mucha atención a las lecturas, estaba todo el rato pendiente de lo que hacia y no paraba de pedirme que le enseñara las fotos, no era un control, estaba encantada. Entonces comprendí, no quería aprender la Biblia, le daba igual, lo que quería era compañía, romper su soledad, y esas dos mujeres que aparecían una vez por semana se la proporcionaban. Si le hubieran interesado sus enseñanzas, en cinco años, se hubiera preocupado de aprender a leer y escribir, pero una vez aprendido, tendría que leer sola.





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